Reflexión del Evangelio del día : 26 de Abril

Lecturas:
1 Co 2, 1-10
Sal 118, 99-100. 101-102. 103-104
Mateo 5, 13-16

Que vuestra fe se apoye en el poder de Dios

Vivir la Pascua significa dejarnos encontrar por el Resucitado, acoger la Vida que Él nos da para desplegarla en nosotros y en nuestro mundo. Esta es la misión a la que somos invitados.
Misión que sólo podemos realizar por tanto si, el Señor nos ha tocado la vida y nos hemos dejado transformar por Él. Esto significa conocer a Cristo para Pablo: vivir la experiencia de sentirse amado y salvado por un Dios que ha salido a su encuentro, en el camino de Damasco; un Dios con rostro de crucificado, a quien él ha perseguido y ante quien cae de rodillas para decir: “Me amó y se entregó por mí”; un Dios cuya Gracia ha sido más fuerte que su cerrazón y su pecado.
Ante este Cristo, a quién Pablo lleva impreso en sus entrañas y que se convierte en el motor, fuerza y sabiduría de su vida y predicación ¿qué puede decir un ser humano? ¿Qué palabra o gesto humano puede expresar tanto amor? ¿Cómo no sentir en la predicación “temor y temblor” como sintió Pablo? Y sin embargo el Señor le envía, nos envía, con nuestras limitaciones y pobrezas, y precisamente con ellas, a ser sus testigos. Sólo nos pide poner nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra voz, nuestras manos y nuestros pies a su servicio y sobre todo la confianza en la fuerza del Espíritu, capaz de revelarnos aquello que nuestro corazón, en el fondo, desea y que Dios Padre nos ha entregado en su Hijo.
Preguntémonos hoy: en nuestro deseo de anunciar a Cristo y de acompañar el crecimiento en la fe de las personas, ¿en qué o en quién nos apoyamos? ¿A qué le damos importancia? ¿Confiamos en la fuerza de Dios para tocar y transformar los corazones de aquellos a quienes queremos anunciar su Palabra?

Vosotros sois la sal de la tierra

Muchas veces, al escuchar este pasaje del Evangelio, hemos visto en Él una especie de tarea a realizar, algo a lo que tenemos que llegar como cristianos. Pero si nos fijamos, el texto no nos dice que “debamos ser sal o luz” de la tierra, sino que de hecho lo somos. Es algo que pertenece a nuestra esencia, que nos define, que se refiere a nuestra identidad. Por eso, os invito a profundizar en estos dos símbolos tan cotidianos en nuestra vida, de los cuales sólo tomamos conciencia cuando nos faltan o cuando están presentes en exceso. ¿Qué nos aportan y qué nos llama la atención de ellos?
Seguramente cada uno de nosotros descubrirá muchos matices; a mí hoy se me presenta con fuerza la capacidad de uno y otro elemento para hacer que, allí donde están presentes, todo queda realzado. En el caso de la sal, el sabor de los platos; y en el caso de la luz, la forma, el color y el brillo de cada elemento que recibe esa luz. Valoramos la sal, no de forma aislada, sino dentro del guiso que vamos a comer. ¿Para qué serviría la sal si no? Y valoramos la luz, cuando vemos las cosas con claridad y nitidez. Y porque sabemos lo que significa un buen guiso y lo que significa poder disfrutar de la visión de la creación, nos damos cuenta de cuán necesarias son la sal y la luz para la vida.
Si cada uno de nosotros somos sal y luz del mundo, significa que no podemos ser plenamente lo que somos sin abrirnos por un lado a recibir, de Dios, de los otros y de la creación, la sal y la luz que necesitamos y que permite que salga lo más valioso y auténtico de nosotros mismos; pero que al mismo sólo puede manifestarse como tal si se entrega gratuitamente a los demás, que necesitan también abrirse a nuestro don para poder ser en plenitud.
Identificar el ser de la persona y su misión con ser sal y luz del mundo, me invita hoy a tomar conciencia de nuestra interdependencia, y de la importancia de vivir al servicio del bien común y de la fraternidad. No como una opción entre otras, sino como la única que expresa nuestra verdadera identidad humana.

Hna María Ferrández Palencia