Comentario de las lecturas del miércoles 24 de abril 2019

Lecturas :
Hechos 3,1-10
Sal 104,1-4.6-7
Lc 24,13-35

“Se les abrieron los ojos y le reconocieron”

No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar

En esta fiesta de Pascua, prolongada a lo largo de toda la semana, acogemos la alegría de la Resurrección y su fuerza transformadora a través de los testigos de la primera hora.

Pedro y Juan, miembros de la primera comunidad cristiana, participan todavía de las tradiciones judías: el templo de Jerusalén sigue siendo referente para su oración litúrgica; pero la experiencia de la Resurrección les ha trastocado. La Vida Nueva, el tesoro escondido, la Salvación tiene un nombre: Cristo. Todo lo demás, adquiere un valor relativo.

A la puerta del templo, hay un hombre paralítico de nacimiento: expresión en ese tiempo de una situación de limitación, carencia, pobreza y marginación. La sociedad le deja en las puertas del templo para que se busque la vida mediante limosna; él, probablemente no tenga otra salida, o quizás se haya acostumbrado a vivir así.

Jesús de Nazareth, en su misión, había curado a muchos enfermos; ahora, sus discípulos continúan su obra liberadora; su gesto, en línea con el estilo de Jesús, no se dirige a aliviar momentáneamente una necesidad física, sino a reconstruir a aquel hombre, ponerlo en pie, devolverle su dignidad y su capacidad de ser dueño de su historia, frente a un mundo que lo excluye y posiblemente también del que se autoexcluye. No le entregan ni oro ni plata, pero sí la riqueza que poseen: la persona de Cristo, capaz de trasformar la vida en vida plena.

La gente se admira, y el paralítico, ya sanado, se levanta y se pone a caminar alabando a Dios; es decir, se convierte en discípulo y seguidor de Cristo.

Que podamos contemplar en este día, los signos de la presencia transformadora de Cristo en medio de nuestro mundo, en tanta gente y realidades que nos rodean.

“Se les abrieron los ojos y le reconocieron”

El Evangelio de hoy es una auténtica catequesis sobre el proceso de crecimiento en la fe; un proceso en el que siempre estamos, y que en cada etapa de la vida, en cada situación, adquiere unos tonos distintos.

El camino de Emaús, es experiencia de encuentro con el Resucitado; y como tal, significa paso de la muerte a la vida; del miedo a la libertad, de los muros a los puentes; del aislamiento a la vuelta a la comunidad.

Por eso, atrevámonos a recorrer, junto a los discípulos, nuestro camino de Emaús hoy. Esto significa mirar a fondo nuestra realidad, tomarnos el pulso a nivel personal y comunitario, poner nombre a nuestras decepciones actuales y a nuestras preguntas, no para instalarnos en la queja y en el escepticismo sino para dejarnos acompañar por aquel que siempre tiene una Palabra de Luz y de Vida; una Palabra que calienta el corazón y lo hace arder.

Y esta Palabra ¡parece tan evidente, tan clara! sin embargo, los discípulos no pueden acogerla ni entenderla; dice el Evangelio que sus ojos estaban ofuscados. Pero el Señor, con paciencia, caminando a su ritmo, les va explicando las Escrituras.

Junto con la Palabra, el gesto del amor que la traduce y permite el reconocimiento del Resucitado: el pan bendecido, partido y compartido que no es sino la vida que se bendice y se abraza, se parte y se entrega a los demás.

Pero para poder ser testigos de este gesto que les va a abrir los ojos, permitiéndoles recuperar el sentido, la esperanza, la alegría y la ilusión y posibilitándoles andar el camino de vuelta a la comunidad, los discípulos han tenido que realizar, a su vez, un pequeño gesto de hospitalidad, de abrir las puertas de su vida y de su casa al extraño, al que ha caminado con ellos.

Que el Señor nos regale en este tiempo litúrgico y en este momento de la historia la capacidad para cultivar el encuentro, que pasa por la escucha y el diálogo paciente; escucharnos entre nosotros y escuchar la Palabra que ilumina y orienta las nuestras. Cultivar también la hospitalidad de corazón con aquellos que van compartiendo camino con nosotros o que quieren hacerlo. Sólo entonces le reconoceremos y nuestro corazón, siempre inquieto, pero a veces desorientado y perdido, recobrará la alegría del Evangelio y la pasión de una vida desde Él.

Hna. María Ferrández Palencia