Comentario de las lecturas del miércoles 9 de octubre de 2019

Vigésimo séptima semana del tiempo ordinario
Lecturas
profecía de Jonás 4,1-11
Sal 85,3-4.5-6.9-10
Lucas 11,1-4

¿No voy a sentir la suerte de Nínive?

Todo en las lecturas de este día se convierte en un himno a la bondad y misericordia de Dios. Una misericordia que nos cuesta entender y asumir existencialmente como le ocurrió a Jonás. Sobre todo cuando nos encontramos ante situaciones en que el mal muestra su rostro más duro, más violento, más injusto dejando víctimas inocentes y mucho sufrimiento. Nínive, que fue capital de Asiria a partir del rey Senaquerib, es para el pueblo de Israel la imagen de la tiranía y la crueldad que ha ejercido sobre ellos el imperio asirio.

Pero Nínive representa también la capacidad del ser humano de conversión que aparece cuando la persona acoge humildemente la Palabra de Dios y se deja transformar por ella; y sobre todo, la oferta universal y permanente de Salvación de un Dios que, como dice el libro de la Sabiduría, ama todo lo que existe y se compadece de todos. El Dios que, como nos transmite San Pablo, hace sobreabundar la gracia allí donde abundó el pecado.

Frente a ese derroche de misericordia de Dios, Jonás se manifiesta contrariado, quiere hasta morirse. El “sabe” que Dios es compasivo y misericordioso, sin embargo, interiormente, su corazón no está aún convertido, transformado. De ahí su reacción y su enfado: él hubiera deseado la destrucción de Nínive, el castigo merecido.

Ante un Jonás encerrado en su cólera y poco permeable para modificar su visión de las cosas, la anécdota del ricino permite a Dios iniciar una conversación con Jonás que busca hacerle recapacitar, reflexionar: si la muerte del ricino que le daba sombra, llena de tristeza a Jonás, ¿Cómo no va a llenar de tristeza a Dios la muerte de “más de ciento veinte mil hombres, que no distinguen la derecha de la izquierda”?

Jonás no responde; en realidad la pregunta se dirige a cada uno de nosotros como una invitación a tomar conciencia de la magnitud de la misericordia de Dios que cuestiona nuestra vivencia de fe cuando la dureza del corazón nos lleva al rechazo del otro y nos impide perdonar.
Cuando oréis, decid: “Padre”

El Evangelio de este día lo situamos en el contexto del viaje a Jerusalén. En él, Jesús va instruyendo a sus discípulos sobre qué significa seguirle y cuáles son los elementos imprescindibles para ello; Uno de los aspectos fundamentales para vivir el discipulado es la oración. Pero ¿Cómo entrar en relación con Dios? ¿Cuál es la manera de dirigirnos a Él? ¿En qué consiste la oración?

Por eso, los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a orar; él que se retiraba habitualmente a lugares apartados para hablar con Dios, especialmente en los momentos de tomar decisiones importantes, que vivía una relación de especial de intimidad con Él.

Una sola invocación va a recoger el núcleo de esta oración de Jesús: “Padre.” Recordamos que una de las pocas palabras de Jesús conservadas en su lengua original, el arameo, por las primeras comunidades cristianas es “Abbá,” papaíto, que era la expresión utilizada por Jesús para llamar a Dios; una fórmula del lenguaje familiar, empleada sólo por los niños. Para poder descubrir la peculiaridad de la oración cristiana, su esencia, es necesario pasar por el corazón lo que significa esta expresión que repetimos a menudo mecánicamente en cada “Padre nuestro” que recitamos; darnos cuenta de que Jesús llamaba así a Dios, dejando traslucir una relación filial de intimidad, de confianza radical, de comunión.

Jesús nos invita a entrar en esta relación filial acogiendo el amor de Dios que nos crea y nos hace hijos e hijas y, gracias a ese amor, vivir la confianza que nos permite desplegar nuestras alas; a reconocer su santidad revelada a través de la creación porque toda ella es reflejo de su gloria y a entrar en la comunión trinitaria que nos hermana y pone en nuestro corazón el anhelo del Reino.

Pero para poder vivir en este dinamismo de hijas e hijos, orientados hacia la plenitud del Reino que Dios sueña para esta humanidad, necesitamos que Dios nos alimente, pidiendo humildemente únicamente lo de cada día; necesitamos también acoger su perdón, porque sólo desde él podremos ser capaces de vivir de una manera reconciliada la vida, con nosotros mismos y con los demás. Necesitamos, por último, que Dios se haga fuerte en nuestra debilidad humana y nos sostenga.

Señor, enséñanos a orar.

Hna. María Ferrández Palencia