Reflexión del Evangelio del día 30/enero/2019

Hb 10, 11-18
Sal 109, 1.2.3.4
Mc 4, 1-20

Comentario
I. No me acordaré ya de sus pecados ni de sus crímenes

La primera lectura de la eucaristía durante las cuatro primeras semanas del tiempo ordinario, en los años impares, está tomada de la Carta a los Hebreos. Llevamos, pues, bastantes días escuchando -en un lenguaje que no nos resulta familiar- el intento del autor de presentar la absoluta singularidad de Jesús, el Cristo, por contraste y contraposición a todo el universo cultual del Antiguo Testamento.
El sacrificio por los pecados, ofrecido de manera permanente por los sacerdotes, agotó su actualidad y su valor. Ya no hay sacrificio por el pecado porque en Cristo, de una vez para siempre, hemos obtenido el perdón de nuestro pecado. El texto lo señala de manera expresa haciendo una referencia al profeta Jeremías (Jr 31,31-34). Lo cual viene a ponernos de manifiesto que el Dios que se hace presente en Jesús, está anunciándose muchos siglos atrás como Aquel que por amor a su pueblo es capaz de perdonar las culpas, olvidar los pecados, escribir su ley en nuestro corazón …
Podríamos decir que el pueblo de Israel no captó este mensaje adecuadamente, pero quizá es mucho más importante preguntarnos por nosotros mismos.
Que hayamos obtenido el perdón de una vez para siempre, no significa que no haya pecado. Y en ese sentido no cabe frivolizar ni restar importancia al mal que hacemos, por aquello de que ya estamos perdonados. Sería una nefasta interpretación del mensaje.
En realidad, el mal que hacemos nos resulta tanto más doloroso cuanto mayor es nuestra conciencia del amor y el perdón recibidos. No es el temor al castigo, ni la necesidad de ofrecer sacrificios y ofrendas lo que mueve nuestro corazón, sino el abrirlo al don pleno que se nos ha hecho, antes y más allá de toda intervención nuestra… ¡En Él está nuestra salvación!

II. El que tenga oídos para oír, que oiga
Enigmático Jesús en esta parábola, en la que casi parece dar a entender que lo que pretende es que los que le oyen no entiendan, que los que miran no vean… difícilmente compatible con su oferta de salvación para todos.
Pero las parábolas son relatos de algún modo provocativos, que ponen en juego a quien los escucha, que interpelan. Jesús las utiliza con enorme maestría para ayudarnos a intuir el misterio del Reino. Si nuestro corazón está abierto a ese misterio tendremos “oídos para oír”, si nos cerramos al misterio nuestro esfuerzo por entender y por ver será inútil…
En la parábola del sembrador, tan conocida por todos, hay un matiz que hace muchos años escuché o leí (diría que a Dolores Aleixandre) y que me resultó felizmente iluminador. Más allá de los diferentes terrenos, la atención se pone en el sembrador.
Quienes no hemos crecido en el campo desconocemos los diversos modos en que la tierra puede ser sembrada. Pero sí parece un poco extraño que aunque la semilla se eche un poco a voleo caiga en tantos sitios en los que no va a poder dar fruto. Un sembrador bastante “manirroto” éste que suelta la semilla sin poner atención, aparentemente, al lugar en el que cae, desperdiciando así muchas simientes que hubieran podido dar fruto en el terreno adecuado.
Pero ¡qué suerte la nuestra si este sembrador es Dios y su semilla nos va a alcanzar allá donde estemos!
Porque lo que haya en nosotros de camino, de terreno pedregoso, de zarzal… quizá se puede ir transformando en tierra buena si ponemos la atención y el cuidado que precisan nuestras zonas más frágiles para irse abriendo a esa semilla que produce fruto.

Ha Gotzone Mezo