• 11/septiembre/2019 • Miércoles de la 23ª semana del tiempo ordinario

Lecturas:
• Col 3, 1-11
• Sal 144,2-3.10-11.12-13ab
• Lc 6, 20-26

I-. Ya que habéis resucitado con Cristo…

La lectura que hoy escuchamos comienza con una afirmación rotunda de Pablo. Algo extremadamente importante, fundamental para nuestra vida. Y que él da por hecho, de tal modo que tenemos la impresión de que no necesita explicar nada. De ahí pasa directamente a “sacar las consecuencias” que esa realidad tiene para nuestra vida.
Y me pregunto sobre nuestra conciencia de “haber resucitado”, de estar viviendo “ya” una vida nueva a la que nos ha dado acceso Cristo Jesús.
Y me temo que, globalmente, no se nos nota mucho que somos resucitados. Es, tal vez, más frecuente entre nosotros la pregunta inquietante sobre la resurrección. En muchas ocasiones, cuando en los grupos cristianos abordamos el tema, nuestra manera de expresarnos pone de manifiesto que, en todo caso, eso de la resurrección es algo para después de la muerte…
Quizá nos ocurre que sobrepasa de tal manera lo imaginable que no nos atrevemos a “dejarnos invadir” por el torrente de la vida plena del resucitado. Es como si fuera demasiado bueno, y por supuesto inalcanzable, para nosotros.
Sin embargo, la “traducción” que Pablo nos ofrece de lo que significa aspirar a los bienes de arriba y dar muerte a lo terreno nos muestra cosas muy interesantes. Lo “terreno” no es nuestra condición de criaturas, ni nada de lo bueno que se hace presente en nuestras vidas. Leemos con atención la lista de las cosas que se nos invita a abandonar y seguro que hay acuerdo en que ninguna de ellas constituye un “bien terreno”. Más bien son presencia del mal y del sufrimiento para los otros y para nosotros mismos.
¿Cómo liberarnos de todo ello? No hay recetas. Pablo nos dice que nos revistamos del hombre nuevo. Que sepamos aventurarnos en esa “dimensión” en la que ya no hay distinción entre los seres humanos (sí diferencias) porque es Cristo quien está en todos. Y aceptarlo supone elegir para nuestra vida el camino del amor, como Él nos mostró. Amar más y mejor como síntesis de todo aquello a lo que podemos aspirar y camino de plenitud.

II-. Dichosos los pobres… ¡ay de vosotros, los ricos!

La versión de las bienaventuranzas de Lucas nos ayuda a caer en la cuenta de la “inversión de valores” que Jesús introduce en nuestra vida: felices los pobres, desgraciados los ricos…
Nunca lo hubiéramos dicho. Por supuesto no es eso lo que opina nuestro mundo. Pero es que, quizá tampoco nosotros estamos demasiado convencidos de que las cosas sean como Jesús las propone.
Es muy difícil aceptar la relación que él establece, que “rompe” directamente nuestros circuitos de conexión. Lo que Jesús no dice es que los pobres sean felices precisamente por serlo. No está predicando las bondades de la pobreza, del hambre, del llanto, de la falta de amor… pero sí está afirmando que Dios opta por aquellos que viven estas situaciones.
De hecho el texto nos explica las razones por las que a unos se les puede llamar felices, mientras se considera desgraciados a los otros. Y no son felices porque son pobres, sino porque van a recibir el Reino. Y no son desgraciados por ser ricos, sino porque ya están saciados (no necesitan nada más).
Desde nuestra experiencia humana podemos atisbar que las carencias y las dificultades se pueden convertir en posibilidad de apertura y de acogida. Quien no tiene “nada” puede estar dispuesto a acoger, a recibir el don de Dios, en sus múltiples formas. Incluso puede desearlo profundamente. Es algo así como si se afinara la capacidad de percibir lo que realmente es esencial para nosotros. Para quien supone que lo tiene todo, esta apertura y este deseo resultan más difíciles porque ya “no le queda sitio”, no nota el vacío…
Quizá una mirada atenta a nuestro interior nos puede ayudar a descubrir cómo andamos de deseo de Dios, de Reino, de ser saciados..., y -según lo que encontremos- a movilizarnos lo que sea necesario para formar parte del grupo de los “dichosos”.

Sr Gotzone Mezo